lunes



cuando Roxanna no me salvó a la hora de elegir quién contaba en las escondidas, me pasó ESO. Esa furia, esa indignación, esa decepción, ese dolor en la panza. Y sólo me arruinaba un recreo, quince minutos de correr como boba por las galerías del colegio intentando encontrar a diez nenas más agazapadas bajo alguna escalera. Un embole. Me jodía contar, pero más me ofuscaba que ella, mi amiga, no me hubiese salvado en el terrome terrome (te sin, te san) y hubiera preferido elegir a otra que el día anterior le había regalado un lapicito de los nuevos con brillantina.
Nadie me había hablado de códigos. Pero estaban ahí. Recuerdo el: cortamos. una suerte de enlace con los dedos que separabas al otro en demostración de que la amistad había sido quebrantada.
Fue la primera vez que llegó ESO a mi vida. A otros les llega a los quince, a los 30 o a los 47. A mí a los seis. Después volvió a pasarme a los 18. Y hace casi un mes la molotov.
Ese puto ESO que tiene la vida. Ese puto ESO que explota la gente.
Cuando vuelva a dormir con alguien de la forma en que confundís sueños, que te ves soñando a su maestra de primer grado, cuando vuelva a pasarme, voy abrirle la boca mucho mucho y a hurgar adentro un rato. Si no tose confetis de colores, requetefué.

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