viernes


Los colchones estaban bastante húmedos, si uno se acurrucucaba en el costado correcto seguramente podía pasar la noche sin frío. Las mantas eran pocas pero se podía armar algo asi como manta campera manta pañuelo buzo manta; un amasijo de ropa.
El calor del fueguito de afuera no alcanzaba a calefaccionar adentro, y los que ya dormían trataban de acomodar sus cuerpos anatómicamente con los otros. Poco espacio y frío era una ecuación favorable.
Entró embarrado a buscar su sitio. En el fondo no había nadie. Sacudió una frazada del cuarto de Carta y se tiró a dormir mientras muchos otros seguían cantando y riendose de nada. Las veladas más divertidas suelen ser así.
Tiró las zapatillas, se montó unas gafas anaranjadas supongo por la luz, y se cubrió hasta la barbija. Estaba ofuscado y como un nene se apagaba con el sueño. No entendía bien por qué estaba molesto. Él también quería cantar y sumarse, pero era ajeno al grupo siendo su grupo. Días atrás había comenzado y esa noche se había vuelto todo más palpable. Su presencia lo tumbaba. Rechazo a su pasos, a su risa, a su voz, y al recuerdo de ella desvetida por otros. Lo había dibujado tanta veces que hasta podía reconocer a los hombres imaginarios con nombre y apellido.
Se movía en el piso buscando posición, la inercia de su cabeza no lo dejaba de mecer. Revolucionaba por dentro.
Ella se arrojó en un silloncito cercano al piano. Estaba embarrada y borracha, y sonreía mientras repasaba un libro de Dylan que había tomado de una de las repisitas de arriba. Se desató el cabello para armarse un recogido más firme, el poco pulso producto de la cachaza hizo que la hebilla se perdiera entre los listones que oficiaban de piso y los rulos tomaron terreno. Estaba molesta. Días atrás había comenzado y esa noche se había vuelto todo más palpable. Su presencia la tumbaba, seguramente recuerdos de él desvistiendo a otras. El alcohol aligeraba todo, y el stand by de esos fantasmas se podía programar con solo un sacudón de cabeza.
Prendió un cigarro y tarareó un tema que sonaba en el piano. No quería mirarlo, dormía hace rato y recorrer su cuerpo significaría chiflarle a los de blanco que el terreno estaba libre.
Algo le hizo voltear la cabeza, una sensación, un tirón de ombligo, o meramente casualidad.
Y lo vió. Su cuerpo dormía apaciblemente envuelto en una tela marrón, su cabeza inclinada hacia la izquierda suponía pérdida de la conciencia. Pero sus ojos, sus ojos que siempre fueron fijos, estaban inmensamente abiertos observándola escudados en las gafas traicioneras que no funcionaron de reparo.
Se trazó una linea en la mirada y el resto pasó a ser nada. Se volvieron a mirar e inocentemente hicieron el amor por última vez, desde la distancia. Cuando acabaron, sonrojada, le sacó la lengua.
No volvieron a verse nunca más en sus vidas.

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